El gobierno especial de estas islas logró algo que pocos lugares han podido implementar: una normativa rígida que obliga a la construcción sostenible y un programa de reciclaje que usa el vidrio como insumo.
ENRIQUE PATIÑO / PARA CATORCE6
En el vuelo de LAN que conecta en dos horas a Guayaquil con la isla Baltra, puerto de entrada a islas Galápagos, la única sorpresa de un itinerario sin sobresaltos la da la auxiliar de vuelo quince minutos antes del aterrizaje: uno por uno abre todos los compartimentos de los equipajes de los pasajeros y fumiga el avión, de principio a fin, con un espray especializado en eliminar las posibles bacterias de las maletas de mano. En la bodega se hace lo mismo.
Es la orden: hay que mantener un estricto control para prevenir la introducción de especies foráneas a las islas Galápagos, pero también para que nada altere, en lo posible, un hábitat que ha sobrevivido a pesar del hombre y que –irónicamente– gracias al empeño de los mismos seres humanos, ha logrado estabilizarse. El estricto control implica pagar a la entrada a las islas una cuota de cien dólares para los extranjeros (50 para los miembros del Pacto Andino), que es otro filtro para evitar el turismo masivo.
Cuando se toca tierra firme, los pasajeros no se percatan de estar pisando el primer aeropuerto ecológico del mundo. Es más, cuando desembarcan en este terreno árido, pleno de cactus e iguanas, y toman un bus y luego un ferri para llegar a la isla de Santa Cruz, no imaginan que en las trece islas ubicadas en el Pacífico ecuatoriano no hay una sola construcción que no esté regida por una severa normativa para preservar el medio ambiente. Solo ven paisajes, iguanas, leones marinos y fauna asombrosa. Esa es la idea.
Lo que sí obliga a detenerse antes de emprender este camino de ensueño es su aeropuerto, construido con materiales favorables a la conservación del medio ambiente, el cual cuenta con un sistema de aire acondicionado con energía solar y eólica. Recién inaugurado en 2011, entre su austeridad guarda algunas sorpresas; entre ellas su techo, fabricado con material refractario que no genera calor, y su sistema de uso de agua reciclada para baños y mantenimiento. Hay algo de lo que pocos turistas se percatan, pero un letrero se los recuerda: el manejo de residuos del aeropuerto. En el caso del compostaje, este se reutiliza en la agricultura: la basura no orgánica llega a un relleno sanitario y se recicla en su totalidad. A su vez, con los vidrios molidos se construyen adoquines que son usados para la construcción. En total, 130 toneladas fueron procesadas el año pasado y usadas como alternativa para la edificación de viviendas. Así mismo, los desechos plásticos son triturados y embarcados al continente en una especie de pago que hacen los barcos que llegan a las islas, ya que por el derecho a pisar Galápagos tienen que llevar de vuelta la basura al continente. El proceso de construcción del aeropuerto tuvo que ceñirse a la dura legislación interna de las islas, la cual obligaba a que las estructuras de la terminal se ensamblaran en Ecuador y que estas fueran transportadas por tierra hasta las islas.
Esta megaobra consiste en la construcción de la intersección vial de la Calle 70 con Carrera 8 en el sector de Alfonso López, al oriente de Cali. El Hotel Angermeyer Water Front Inn, ubicado en la isla, está construido con materiales reciclados; además usa el proceso de desalinización para proveer de agua a sus huéspedes.
EL AEROPUERTO TIENE CERTIFICACIÓN DE DISEÑO BIOAMBIENTAL Y PUEDE RECIBIR ENTRE OCHO Y DIEZ VUELOS DIARIOS CON UN PROMEDIO DE DIEZ PASAJEROS.
El aeropuerto fue construido con características de Green Building, además de certificación de diseño bioambiental, y su capacidad está limitada a recibir entre ocho y diez vuelos diarios con un promedio de cien pasajeros. En total, el costo del nuevo aeropuerto ubicado en la isla Baltra alcanzó los 20,5 millones de dólares; esto incluyendo la incorporación de energías renovables en el techo, que reduce la demanda de energía convencional; sus colectores solares, que calientan el agua sin apelar a combustibles tradicionales; y el diseño de los desagües pluviales, que permite también el control de las descargas de agua. Cuando se visita el archipiélago se comprende la importancia de esta iniciativa. A partir de 1978 fue declarado Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco, luego de ser visitado durante cinco siglos solo por piratas, forajidos y turistas melancólicos, quienes provocaron la casi total extinción de la especie nativa de tortugas Galápagos. Ahora, las islas reciben a 190 mil visitantes anuales, son habitadas por 30 mil personas y su impacto ambiental se mitiga con un trabajo concienzudo para no descuidar la sostenibilidad de un ecosistema frágil. Así se construye, en estos momentos en toda la isla, lo poco que se edifica. De hecho, ya no se aceptan más extranjeros. Solo hay vivienda para los locales. Así mismo, se está obligando a que todas las construcciones sean de tipo Carbón Cero y que cumplan con el artículo 49 de la legislación especial que rige en estas islas: garantizar que toda infraestructura tenga un impacto mínimo a los ecosistemas mediante un estudio de impacto ambiental y su respectivo plan de manejo. Un discurso que ya todos tienen en la cabeza. Por ejemplo, la Asociación Nacional de Empresas Turísticas en Galápagos (Asogal) está trabajando por reducir la huella ambiental a un punto tal que incluso las artesanías de las islas reflejan los esfuerzos locales por generar sostenibilidad. Aparte de esto estableció pautas para el turismo, que implican que sean únicamente los galapagueños los que administren y guíen las operaciones turísticas, que se reduzcan las plagas (un hecho que ha acabado con las poblaciones sobrantes de perros, gatos, ratas y cabras) y la necesidad de implementar energía limpia.
Eso, en un contexto más amplio, está llevando a que todos los pobladores sean educados en medio ambiente y conservación de las especies, y a que el municipio apoye iniciativas como la confección de bolsas de tela para acabar en lo posible con las bolsas plásticas, o la construcción de una planta para el tratamiento de aguas servidas, junto con un programa de pesca artesanal.
De la misma forma, el Gobierno de Régimen Especial de Galápagos ordenó que los buses que prestan el transporte público desde el aeropuerto hasta el centro urbano sean amigables con el medio ambiente. El actual ministro de Vivienda, Walter Solís, aseguró por su parte que las casas de Galápagos deberán tener paneles solares, tratamiento de aguas lluvia y sistema bioclimático con aislamiento térmico. Por su parte, Fabián Zapata, presidente del Consejo de Gobierno, añadió que “todo proyecto de infraestructura impulsado debe llevar un sello verde y ser diseñado bajo estrictos criterios ambientales acordes con el entorno de las islas”.
La isla durante cinco siglos solo fue visitada por piratas, forajidos y turistas melancólicos, quienes provocaron la casi total extinción de la especie nativa de tortugas Galápagos. Pese a ello, es posible encontrarlas en el recorrido, además de iguanas marinas y terrestres. Por ahora, todas las construcciones controlan los niveles de polvo y se ha reemplazado parte de la maquinaria pesada por mano de obra. Al mismo tiempo, los implementos para mezclar cemento y hormigón ya no están usando químicos, y se ha consolidado un estricto control al suministro y entrada de alimentos a esta zona, así como a la proliferación de insumos biodegradables. A la par, la producción de agua para el consumo humano se está aumentando a través de procesos de desalinización.
Para el biólogo Eliécer Cruz, quien dirigió el área protegida y fue el héroe que logró convertirla en Patrimonio de la Humanidad, el turismo sustentable sí es posible. Galápagos, en sus 137.000 kilómetros cuadrados de extensión, lo está demostrando con más de una acción concreta. Leones marinos, iguanas, tortugas o aves insólitas como el piquero de patas azules se benefician de esta rígida normativa y de la construcción sostenible.
“Entre el 45% y el 55% del dinero que llega a la isla vuelve a la conservación tanto del parque terrestre como del marino”, explica Cruz. Si algún día va, quizás lo notará: todas las botellas que alguna vez los turistas arrojaron son ahora parte de los adoquines que pisan los nuevos turistas de la isla de Santa Cruz. O mejor, no lo notará. Se fijará solo en la naturaleza, porque esa es la idea.