Hoy en día, el punto de mayor tensión en las negociaciones de paz recae en la justicia y el reto de desvanecer el fantasma de la impunidad. Antes que establecer condenas, la acción de la justicia debe garantizar la reparación de las víctimas, pues ella favorece el perdón y la construcción de un futuro compartido.
La naturaleza es víctima de la guerra. Nuestra relación con la naturaleza ha estado signada por la desigualdad, la expoliación y la fragmentación social derivada de la ética del capital. Vemos en consecuencia un territorio lleno de heridas ambientales: minería ilegal, narcotráfico, derrames de crudo, desplazamiento forzado, bombardeos, campos minados, etc., fenómenos que han generado una degradación ecosistémica sin precedentes y la vulneración de los derechos fundamentales de la población.
Ante este panorama, no podemos menos que condenar el proceder tan ruin como incoherente de las FARC-EP, quienes, llevando las formas de lucha a lo absurdo e injustificable, han perpetrado en lo corrido del año más de 20 atentados al sector petrolero, con graves secuelas ambientales. Veamos dos ejemplos: en el corredor vial Puerto Vega-Teteyé (Putumayo) fueron derramados 757.080 litros de crudo, mientras que en Tumaco (Nariño) el vertimiento excedió la escandalosa cifra de 1.500.000 litros de petróleo, convirtiéndose de lejos en nuestro mayor desastre ambiental del presente siglo.
Así las cosas, resulta esperanzador el reciente anuncio del desescalamiento de las hostilidades, a fin de avanzar en el cese bilateral y definitivo del fuego, encaminándonos hacia el posconflicto. Este, concebido desde una perspectiva ambiental, nos obliga a incluir en la agenda tres aspectos fundamentales para la sustentabilidad nacional: el ordenamiento ambiental del territorio, la transformación de los paradigmas energéticos y la gobernanza del agua. Tales aspectos deberán ser desarrollados identificando nuevos roles sociales para los actores armados y fortaleciendo la incidencia ciudadana en las decisiones de carácter público.
Asumir el posconflicto debe ser una oportunidad para reinventarnos como sociedad, para reconciliarnos con la naturaleza y reconocer que es ella quien nos gobierna y no nosotros a ella; premisa básica de la justicia y la gobernanza ambiental. Justamente en esta vía, el país requiere generar debates políticos y jurídicos que posibiliten que la política ambiental permee todas las demás políticas públicas y acciones del Estado. No es posible que mientras se busca la paz con los actores armados, el gobierno, en connivencia con intereses trasnacionales, haga la guerra a la naturaleza. El posconflicto sería entonces una excelente plataforma social para que, desde el real y efectivo goce de los Derechos Colectivos y Ambientales, Colombia se erija como un Estado Ambiental de Derecho.
Finalmente, vale la pena señalar que el momento más difícil de una negociación nunca será peor que cualquier momento de la guerra. De modo que invito a respaldar el proceso de Paz: no podemos perder la esperanza de que llegue el día del buen vivir, ese día en que amanezcamos sin miedo y que nuestros ríos fluyan libres del mercurio del minero, libres de las “megarrepresas” y ante todo libres de la sangre de tantas víctimas de nuestra guerra.